Nadie sabía nada
Foto cortesía IPP
Había un distrito donde nadie sabía en qué gastaba el alcalde los fondos que le destinaba el Estado. Tampoco sabían el uso de los recursos obtenidos por los arbitrios. Pero no es que el municipio tuviera reticencias en revelar la información -“las cuentas claras” era su lema- sino que ningún vecino tenía interés en saber los gastos de inversión en obras y programas. Muchos pobladores decían que ese no tenía por qué ser su tema, en medio de tantas otras responsabilidades, como pagar los tributos.
No voy a adquirir otro deber más, se decía Roberto, dirigente del mercado de abastos de la zona, quien coordinaba con la municipalidad la sanidad de dicho establecimiento. Lo mismo pensaba Herminia, a pesar que sufría cada comienzo de año cuando le llegaba el talonario con los recibos atrasados del impuesto predial, ya que tenía que hacer mil malabares para poder pagarlo.
Herminia tenía un pequeño salón de belleza, acondicionado en la sala de su vivienda, y a decir verdad muy pocas personas acudían a hacerse algún corte o peinado, ya que los vecinos habían hecho una suerte de basurero en la base de un poste cercano, haciendo de la pestilencia y las moscas parte de su paisaje urbano. Eso le incomodaba, pero lanzar una voz de queja significaría tal vez que le vayan a cobrar todas las deudas pendientes, y eso le daba temor. Entonces, mejor era quedarse callada, aseguraba. Hasta su hijo Toñito dejaba allí las bolsas negras de desechos, desde la puerta de su casa las pateaba como si fueran una pelota de fútbol.
Vivía en el distrito un viejo llamado Jonás, a quien mucho de lo que hacía el municipio le parecía mal. Nunca envió una carta de queja al alcalde, quién seré yo para que me haga caso toda esa burocracia, decía. Cuando demolieron la vieja casona, hermoso testimonio de del fundo que antes se ubicaba aquí, nadie dijo nada.
Cuando cambiaron las bancas de madera por unos mamotretos de cemento, cuando sacaron las palmeras que demoraron treinta años en crecer esos quince metros de altura a cambio de más cemento y un poco de pasto, cuando convirtieron la tranquila calle en una ruidosa vía de doble sentido, nadie, pero nadie hizo nada. Un disgustado Jonás observa que la ciudad ya no es la misma, aunque las personas que la habitan siguen repitiendo la misma pasividad de antaño.
Herminia, Jonás y el Proyecto Educativo Nacional
Había un distrito donde nadie sabía en qué gastaba el alcalde los fondos que le destinaba el Estado. Tampoco sabían el uso de los recursos obtenidos por los arbitrios. Pero no es que el municipio tuviera reticencias en revelar la información -“las cuentas claras” era su lema- sino que ningún vecino tenía interés en saber los gastos de inversión en obras y programas. Muchos pobladores decían que ese no tenía por qué ser su tema, en medio de tantas otras responsabilidades, como pagar los tributos.
No voy a adquirir otro deber más, se decía Roberto, dirigente del mercado de abastos de la zona, quien coordinaba con la municipalidad la sanidad de dicho establecimiento. Lo mismo pensaba Herminia, a pesar que sufría cada comienzo de año cuando le llegaba el talonario con los recibos atrasados del impuesto predial, ya que tenía que hacer mil malabares para poder pagarlo.
Herminia tenía un pequeño salón de belleza, acondicionado en la sala de su vivienda, y a decir verdad muy pocas personas acudían a hacerse algún corte o peinado, ya que los vecinos habían hecho una suerte de basurero en la base de un poste cercano, haciendo de la pestilencia y las moscas parte de su paisaje urbano. Eso le incomodaba, pero lanzar una voz de queja significaría tal vez que le vayan a cobrar todas las deudas pendientes, y eso le daba temor. Entonces, mejor era quedarse callada, aseguraba. Hasta su hijo Toñito dejaba allí las bolsas negras de desechos, desde la puerta de su casa las pateaba como si fueran una pelota de fútbol.
Vivía en el distrito un viejo llamado Jonás, a quien mucho de lo que hacía el municipio le parecía mal. Nunca envió una carta de queja al alcalde, quién seré yo para que me haga caso toda esa burocracia, decía. Cuando demolieron la vieja casona, hermoso testimonio de del fundo que antes se ubicaba aquí, nadie dijo nada.
Cuando cambiaron las bancas de madera por unos mamotretos de cemento, cuando sacaron las palmeras que demoraron treinta años en crecer esos quince metros de altura a cambio de más cemento y un poco de pasto, cuando convirtieron la tranquila calle en una ruidosa vía de doble sentido, nadie, pero nadie hizo nada. Un disgustado Jonás observa que la ciudad ya no es la misma, aunque las personas que la habitan siguen repitiendo la misma pasividad de antaño.
Herminia, Jonás y el Proyecto Educativo Nacional
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