2 Déjame que te cuente

VERSIÓN NARRATIVA DEL PROYECTO EDUCATIVO NACIONAL: HISTORIAS DEL SENTIDO COMÚN

setiembre 19, 2006

Odio a los rojos


Foto cortesía Aprendes

Un rojo, un inmenso número rojo saltaba a la vista en la libreta de notas. Un color poco deseado a la vista de los padres de todos los escolares, pero que existía en este momento e iba a ser motivo de castigos y privaciones en la vida de varios adolescentes de tercero de secundaria. El rojo ya estaba ahí, constaba, era realidad, avergonzaba. Pero el rojo además alertaba: andas mal, puedes repetir el año, esfuérzate más o mueres. Teresa se siente culpable, el rojo es su sentencia. Porque el rojo en el acta de cualquier profesor era igual a un “te lo advertí”, “eso te mereces por no estar atenta”, “voy a ser drástico contigo” y “si no aprendes no es mi culpa”.

Teresa había escuchado esas frases todos los años de sus profesores y en especial de Tomás, su profesor de matemáticas. Les sonaron siempre tan injustas. Es que había cosas que Teresa no entendía y no se atrevía a preguntar. No quería pasar una vergüenza. Tampoco podía estudiar en casa por los pleitos de cada día con su hermana Marcela y con su mamá. Le quitaban las ganas de todo.

Teresa tampoco escuchaba bien del oído derecho, desde niña, sin que nadie lo note, pero debía sentarse siempre atrás porque los profesores preguntaban siempre a los de adelante y eso a ella la ponía nerviosa. Entonces ocurrió que Tomás, profesor de Teresa, se matriculó de motu propio en una academia de computación. Tomás era también una persona con dificultades para concentrarse. Los conflictos continuos con su hijo adolescente y las dis­crepancias con la madre sobre la forma de criarlo, no le dejaban tranquilidad para hacer bien en casa los ejercicios con el programa Office. Además, algunos temas en las clases de Windows, que no podía comprender con la misma facilidad que el resto. Las computadoras en general le resultaban intimidantes. Por eso, a Tomás le parecía injusto los rojos que le ponían, el nulo interés del responsable del curso por sus dificultades y el poco compromiso del instituto con su necesidad de aprender.

Los condenados


Foto CNE

A sus ocho años, Blanca empezaba a entender mejor el castellano, aunque Tito, su profesor, la criticaba porque hablaba poco y mal. Para Tito, tanto ella como su hermano Tomás eran dos candidatos fijos a repetir de año. Todo lo que yo enseño les entra a ustedes por un oído y les sale por el otro, les repetía siempre. De una comunidad tan pobre, pensaba, es imposible que los hijos salgan inteligentes.

El domingo fue un día agotador, pues Blanca y Tomás acompañaron al padre en día de pesca para la venta de mediodía en el mercado de Belén. Tomás sabía fabricar lanzas y flechas, con las que ayudaba a pescar al papá. Blanca no pescó, pero sí ayudó a su mamá a vender masato a los compradores sedientos, guardando como de costumbre las monedas en una cajita de cartón y los billetes en una bolsita de tela que colgaba de su cuello. La niña entregaba siempre a su mamá las cuentas claras. Tenía una mente organizada.

Al regreso de la feria, mientras su mamá atendía a su hermanito menor, Blanca recolectó leña, cocinó un delicioso pescado y sancochó yuca para todos. Estaba siempre atenta a las necesidades de los demás. Dedicó la tarde a pintar tatuajes de colores en el cuerpo de su hermano, a tejer un pequeño manto y hacer collares con diferentes semillas. Sus manos, tan sincronizadas con sus ojos, podían producir cosas maravillosas.

El último lunes de mayo Blanca subió a su canoa, como todos los días, junto a su hermano Tomás, quien remó una hora por el río cuesta abajo hasta llegar a la señal que indicaba la senda que conducía a la escuela. El profesor ya estaba allí. Pero esta vez, ni a Blanca ni a Tomás les permitieron sentarse con sus compañeros de grado. De ahora en adelante, ustedes dos y estos otros cinco niños van a sentarse acá, en este lado, les dijo, con ustedes no tengo ya nada que hacer, los voy a hacer repetir.

Blanca, Tomás y el Proyecto Educativo Nacional

Robot sin cabeza

Foto Cortesía Quilla

«Los nuevos robots pueden detectar un obstáculo en un terreno desconocido, juzgar varias rutas alternas y elegir la que mejor le lleva a su destino, sin que un humano los guíe en tiempo real», explicaba el profesor de física durante la última clase. Hace ya buen tiempo, continuó, que se fabrican robots inteligentes, con habilidad para aprender de sus diferentes experiencias.

Susana había leído incluso en el periódico que ya se están fabricando máquinas que reconozcan, comprendan y expresen emociones similares a las humanas. Estos nuevos robots tendrían mecanismos especiales que les permiten reconocer expresiones faciales, posturas corporales, entonaciones del habla, dilatación en las pupilas y latidos cardíacos; así deduciría el estado emocional de una persona y elegiría mejor una conducta de respuesta. Por eso es que Ángel, hermano menor de Susana y a quien ella le contaba todo lo novedoso que escuchaba en clase, no quedó contento cuando su tío Ernesto le dijo a modo de broma que era como un robot, que sólo repetía lo que le decía su profesora.

Ángel tomó cuatro pilas grandes que sacó de una linterna vieja, se las pegó en el pecho con una cinta adhesiva y empezó a jugar a que era un robot, tratando de perfeccionar sus movimientos mecánicos mientras comía o caminaba. Su abuela lo miraba asombrada pero le seguía la corriente, le decía que le podía aceitar los codos y las rodillas o sacar brillo a su espalda de metal. Jugar a ser robot era divertido, pero imaginar que por eso era un cabeza hueca que sólo repetía lo que le decían no le hacía gracia.

«¿Es verdad que somos como robots que sólo repetimos lo que usted nos enseña? ¿Por qué nunca podemos conversar sobre todo lo que nos dice?» Preguntó Ángel a su sorprendida maestra al día siguiente. «Ustedes son mejores que un robot» le dijo su profesora algo incómoda. «Pero tienen que repetir lo que les digo porque están acá para aprender, no para conversar», agregó con solemnidad. Ángel seguía sin entender. «Los robots de hoy en día pueden pensar y hasta saben decidir» le dijo. «¿Por qué nosotros no podemos?».

Ángel y el Proyecto Educativo Nacional

Ese no más venía


Fotos CNE- Jaime Montes

Dos adolescentes se encontraron en el camino empinado mientras arreaban sus burros. Desde allí se podía otear el techo rojo de la escuela, lleno de pajaritos y ramas secas. Pero también se podía ver por una de las ventanas a una decena de niños escuchando al profesor.

-Cada año cambian al maestro, éste de cuál ciudad habrá venido... preguntó uno.
-Sí, pues. A nosotros nos costaba acostumbrarnos, cada profesor que llegaba no sabía cómo nos dejó el anterior. Otra vez a sumar, a restar, todo igual siempre, todos los años.

-Toñito, ¿tú te acuerdas de la Vicky? Ella iba a uno de los colegios más arriba de Quispicanchi. Una vez su profesor se fue a cobrar pues a Cusco, y se demoró como seis días. Al pasar la semana, mandó una carta a los comuneros. Les pedía que una sobrina suya, que vivía por la zona, sea aceptada como maestra por mientras, porque no sé qué enfermedad decía que le había agarrado al profesor y no podía regresar.

Esa chica tendría quince años. Al principio nadie le hacía caso, muchos ya ni iban, pero ella sacó adelante la clase los dos meses que faltó el profesor. Enseñó a sumar, a restar, a escribir. Contaba unos cuentos que dejaban a todos con la boca abierta. Los sacaba al campo a estudiar. Inclusive trabajaron en la ladrillera de una obra, para conseguir fondos para comprar papel y lapiceros. El día que regresó el profesor a su puesto, todos se pusieron a llorar. Preferían a la sobrina.

-Es que algunos profesores vienen a hablar y hablar no más y después desaparecen. Así no es pues. La sobrina no era maestra pero le gustaba enseñar, tomaba en serio su trabajo y se hacía querer. El tío en cambio era maestro, pero no le gustaba estar acá, no le importaba si los chicos aprendían o no y los trataba mal. Dice mi papá que maestros como él son los que más vienen por acá.

La sobrina del profesor y el Proyecto Educativo Nacional

Lo sabíamos

Foto Cortesía Aprendes

El primer día de clases trajo también varios alumnos nuevos al aula. Al principio, las chicas y yo teníamos un poco de reticencia con la muchacha nueva, que por su fisonomía y su modo de hablar parecía de la selva. En el recreo nos acercamos a ella, pero estaba tímida y no dijo mucho, sólo que llevaba apenas unos meses en la capital.

Pasaron los días y "la Nueva" era a veces objeto de bromas, se burlaban de su pronunciación y de algunas palabras que no conocíamos y que sonaban graciosas. Luego, cuando ya habíamos entrado en confianza, nos empezó a contar que venía de Yurimaguas, que su familia vivía en el monte, que una vez salió de noche con los cazadores, machete en mano, en búsqueda de presas, que el río tenía especies peligrosas, que algunas plantas eran nocivas o que dormía con mosquiteros. Después nos enseñó algunos bailes, trajo instrumentos musicales raros que al tocarlos daban ganas de mover el esqueleto.

Luego de hablar tantas veces con Cinthia, nos dimos cuenta que había­mos aprendido mucho de la selva. Alrededor de esas conversaciones también descubrimos que a Jorge le fascinaba la ecología, y nos despertó la curiosidad por saber cómo reciclar desperdicios, fabricar papel con desechos, deshacernos de las pilas, ahorrar energía y agua, o sobre algunas especies animales como el tamanduá o el otorongo. Lo mismo podría decir de Alejandra, que resultó amante de la historia y que sabía todo de la época prehispánica. A ratos interrumpía a Cinthia para explicar que los moche eran guerreros y que también eran diestros en la caza del venado, la foca y el lobo marino; o que en su inmensa Huaca del Sol, una gran pirámide, sobresalen murales con escenas de dioses violentos y belicosos.

Cinthia, Jorge, Alejandra y yo nos preguntábamos porque los profesores no se interesaban en conocer nuestras experiencias o habilidades y de aprovecharlas en la clase. Sería más entretenido hacer una clase de historia del Perú o de geografía a partir de lo que sabemos o de lo que más nos motiva, dándonos oportunidad para hablar, para hacer algo entre todos, en vez de tenernos sentados y aburridos copiando todo lo que nos dice.

Cinthia y el Proyecto Educativo Nacional

Duró poco


Foto cortesía Quilla

Cada lunes después de clases, Esteban, el director del colegio, convocaba a todos los maestros a una reunión. Allí cada uno hacía un informe de lo que iba a hacer en la semana. Una personalidad como la que él tenía la gozaban pocos. Al final de cuentas, a los docentes les parece muy exigente y que está demasiado pendiente no del prestigio del colegio sino de los logros de los alumnos. Esto era cierto.

A Esteban no le motivaba la idea de traer gallardetes ni ocupar los primeros puestos en el desfile escolar. "Acá no se estudia para ser soldado, yo formo personas con ganas de seguir aprendiendo", decía siempre con énfasis. A él de veras le interesaba saber si estaban o no aprendiendo sus estudiantes.

Cada día, diez minutos antes del recreo, el director visitaba algún salón y realizaba encuestas fugaces a los estudiantes para conocer qué pensaban de la clase que acaban de escuchar. Así se enteró que Gómez, el maestro de Química, dejaba fórmulas para copiar en la pizarra y se pasaba al aula C, donde la profesora Inés dictaba Física, para preguntarle por su mascota. También que la maestra de Geografía, la señorita Reyes, siempre formaba grupos en la segunda hora de su clase y los ponía a dibujar mapas, mientras ella se sentaba a revisar cuadernos. O que el profesor Agapito jalaba a todo aquel que no repitiera las frases exactas de su dictado en una prueba escrita. También escuchó que los profesores de Biología o de Lengua y Literatura siempre hacían clases donde todos participaban.

Enterado de todo esto, Esteban tomaba decisiones y adoptaba muchas iniciativas para asegurarse de que cada clase fuera tomada en serio y se vuelva inolvidable para los alumnos. En verdad, no había manera de quitarle terquedad a la misión que se había propuesto: que cada niño y joven de su colegio aprenda bien, que aprenda todo y que aprenda con gusto.

Esteban no duró más de un año como director de ese centro educativo. Molestos porque, según ellos, se estaba metiendo con su trabajo en vez de dirigir el colegio, los profesores lo acusaron de abuso de autoridad. Fue separado del cargo con extraña rapidez por decisión de la oficina local de educación, donde los profesores de ese colegio tenían buenos amigos.

Esteban y el Proyecto Educativo Nacional

Manos a la obra

Foto cortesía Tarea

Había una vez un colegio donde el apoyo del Estado llegaba tarde, mañana y nunca. Con un presupuesto magro que se iba en gastos operativos y administrativos y del que ni siquiera el director podía disponer, ya que eran las UGEL las que tenían decisión sobre los escasos recursos que te tocaban, no había mucha esperanza de mejorar. Además ¿en qué se basaban para asignarle menos a la escuelita más pobre y alejada y asignarle más a la que estaba en la ciudad? Nadie daba razón.

Aunque nadie les quitaba la sensación de que en algún lugar, alguien con poder de decisión sobre todo esto podía estar pensando que hay gente en nuestro país que puede seguir estudiando en las peores condiciones porque ya están acostumbrados a vivir así. Juan Quiroz, el presidente de la APAFA, estaba harto de solicitar a la autoridad educativa mayores recursos para su escuela. Siempre las respuestas eran las mismas: no hay plata, nosotros no decidimos, eso se decide más arriba. Y una vez más, los padres de familia tenían que hacerse cargo de la infraestructura y del equipamiento del colegio. Quiroz lo hacía con voluntad, pues pensaba en los beneficios de su esfuerzo, pero a la vez pensaba que estaban mal acostumbrando al Estado, justificando que se desentendiera de ellos. Y en efecto, que la población debía movilizarse y colaborar, se escuchaba siempre decir en las oficinas de la autoridad.

Al sacar las cuentas, el presidente de la APAFA informó a los demás padres de familia que alcanzaba dinero para construir dos aulas nuevas y comprar sillas para el salón que ahora se convertiría en un pequeño auditorio. Todos se pusieron manos a la obra. El año pasado ya habían juntado fondos, después de muchas actividades, para construir un pequeño laboratorio y una biblioteca. Los alumnos contaban desde entonces, por primera vez, con un lugar para hacer sus prácticas con probetas, matraces y mecheros o para leer con tranquilidad.

El día de la inauguración de las aulas nuevas, fue muy aplaudido el discurso del jefe de la oficina de educación local, invitado principal del colegio, cuando se le oyó decir con orgullo: "Esto es lo que se logra cuando el Estado trabaja en conjunto con los padres de familia".

Quiroz y el Proyecto Educativo Nacional

Feria del libro

Foto cortesía Quilla

La lista de útiles que la mamá de Pedro recibía de manos de la tutora del salón era extensa. La maestra pedía las cosas de siempre, hojas bond, témperas, cuadernos A4, papel lustre, pero también un libro de una editorial nueva, que al parecer podía pagar en partes, porque costaba caro. Señora, no hay problema, antes de fin de mes me da una cuota y al otro ya lo completa, dijo la profesora asegurando que el libro es muy práctico, divertido, y que además llegaba con stickers. La madre aceptó el libro, aunque tuviera que endeudarse, pues le dijeron que si no lo compraba su hijo no iba a aprender nada.

El Ministerio de Educación había distribuido libros gratuitamente al comenzar el año. Envió cientos de libros de Comunicación y Ciencia y Ambiente para que sean repartidos a todos los niños de 1º a 6º de primaria. Esto tampoco era una ordenanza. Decenas de colegios se organizaban y los padres acordaban comprar algún otro libro que estuviera dentro de sus posibilidades. Pero esta vez, en esta escuela, no era necesario comprar ningún otro. En verdad, nunca salieron del almacén. El profesor les explicaba a los padres que esos libros estaban mal hechos, que en la página tal había fotografías que no se ajustaban a su realidad y que en esta otra página había ejercicios muy difíciles para los niños. Es así como durante el primer mes de clases, mal que le pese a los padres, todos tenían sus nuevos libros.

“Los de esta editorial se pasan de frescos” se quejó la directora a fines de abril, aludiendo a la empresa que vendió los libros. “Ya pasaron tres semanas y nada, otros años son puntualitos y ahora se me están haciendo los locos”. La profesora Herminia escuchaba con desconfianza a su directora. Nada le quitaba de la cabeza que la comisión de venta, la suya, la que le correspondía a ella y a los demás maestros, la directora la había cobrado. Y le estaban ‘haciendo el avión’.

La mamá de Pedro y el Proyecto Educativo Nacional

Sólo pedía resúmenes del autor

Foto cortesía Quilla

Han pasado cinco años desde que Ana María egresó de la universidad y hasta ahora no tiene intención de preparar su tesis de licenciatura. Lo mismo puede decirse de treinta universitarios que terminaron con ella la carrera, y que hasta ahora no se asoman por la secretaría académica a entregar sus propuestas de investigación.
Algunos se desempeñan en campos laborales que no tienen que ver con su profesión, subempleados en un entorno que no motiva a continuar con el desarrollo académico o investigativo. La mitad de los que egresaron con Ana María trabajan en miles de cosas y sólo unos pocos ejercen en realidad como economistas y siguen un postgrado. Los demás compañeros y compañeras se casaron, se fueron del país o se dedicaron a estudiar para otra ocupación.

El decano de la facultad está decidido a poner plazos para que los ex alumnos se sientan presionados a hacer propuestas porque de otra manera seguirían pasando los años. Pero Ana María dice que no tiene tiempo para detenerse a investigar. Además, se justifica recordando que durante los cinco años de estudio de pregrado muy pocas veces los docentes propusieron indagar de verdad. Siempre les pedían monografías, que en sustancia eran resúmenes comparativos en torno a un tema, teoría o autor. “Estamos esperando a que el siguiente decano que entre firme una resolución que cree un curso de especialización, que dé la licenciatura con hacer un trabajo grupal, nomás, porque no tenemos tiempo ni herramientas para realizar un estudio de tal dimensión”, señala.

En la universidad es común sólo estudiar para los exámenes parciales y finales, y salvar los créditos de cada curso. Lo que importa es acabar y que te den el título, pensaba la mayoría. Pero ya ni siquiera tener un diploma de doctorado parecía importante en el mercado de los economistas.

Ana María trabaja doce horas al día como consultora en una empresa textil e insiste que no tiene tiempo para hacer la tesis, porque eso significaría descuidar a su hijo de tres años, con quien comparte los fines de semana, y gastar esfuerzos tal vez en un análisis que quedaría olvidado en algún sucio estante de la biblioteca no estaba en sus planes. No vale la pena.

Ana María y el Proyecto Educativo Nacional

La lechuga va a la escuela


Foto cortesía Foro Educativo

Recuerda que hoy tienes el diálogo con los alumnos de primaria del colegio Alcides Carrión, a las once de la mañana, no te olvides, eh- dice el gerente del fundo “Doña Hortensia” a Leticia, ingeniera agrónoma, quien se está haciendo famosa entre los escolares de Chancay por difundir una sencilla y nueva fórmula de abono, que hace que las hortalizas crezcan mucho más grandes y con mejores nutrientes que las que se cosechan de manera tradicional.

Leticia nació en Huacho, pero a los diecisiete años vino a Lima a estudiar en la Universidad Agraria. No tuvo la menor duda en regresar y hacer que las tierras de las zonas más áridas sean campos verdes y fértiles. Pero ella sabe que no puede haber tanta distancia entre lo que se enseña en la escuela y la vida productiva de cada región. Los niños son tan entusiastas, dice, y se apura, porque quiere llevar más ejemplos, y está buscando entre las decenas de hectáreas una lechuga que tenga el aspecto más sabroso.

Su jefe está contento con ella y con Héctor, un biólogo que hace injertos, fortalece el ADN de las plantas y acaba de hacer un envío de uña de gato a Japón, una variedad más fuerte que pese a los factores climáticos pudo sacar adelante en el desierto. Héctor también participa de los diálogos con los escolares, retándolos a traer la planta más grande y a idear el mejor abono con cáscaras de verduras, huevos y guano, pero en macetas llenas de arena. Ahora atiende la curiosidad de Amanda, estudiante de tercero de primaria, perteneciente a un grupo que ha ido a visitar el laboratorio junto a su profesora y amiguitos. Dice que con el apoyo de los profesionales, ellos entienden mejor lo que es el agro y el proceso que va desde que siembran una semilla hasta que su mamá compra las verduras y frutas en el mercado.

Quedaron atrás las épocas en que la profesora pedía traer un vasito, algodón, un frejol o pallar, para ver cómo un grano se convertía en planta. Ahora saben que hay más cosas y Amanda dice que le gustaría de grande trabajar como Leticia. Héctor hace un gesto de sorpresa, porque esperaba oír su nombre, como diciendo que su profesión y lo que él hace también es interesante.

Leticia y el Proyecto Educativo Nacional

Nadie sabía nada

Foto cortesía IPP

Había un distrito donde nadie sabía en qué gastaba el alcalde los fondos que le destinaba el Estado. Tampoco sabían el uso de los recursos obtenidos por los arbitrios. Pero no es que el municipio tuviera reticencias en revelar la información -“las cuentas claras” era su lema- sino que ningún vecino tenía interés en saber los gastos de inversión en obras y programas. Muchos pobladores decían que ese no tenía por qué ser su tema, en medio de tantas otras responsabilidades, como pagar los tributos.

No voy a adquirir otro deber más, se decía Roberto, dirigente del mercado de abastos de la zona, quien coordinaba con la municipalidad la sanidad de dicho establecimiento. Lo mismo pensaba Herminia, a pesar que sufría cada comienzo de año cuando le llegaba el talonario con los recibos atrasados del impuesto predial, ya que tenía que hacer mil malabares para poder pagarlo.

Herminia tenía un pequeño salón de belleza, acondicionado en la sala de su vivienda, y a decir verdad muy pocas personas acudían a hacerse algún corte o peinado, ya que los vecinos habían hecho una suerte de basurero en la base de un poste cercano, haciendo de la pestilencia y las moscas parte de su paisaje urbano. Eso le incomodaba, pero lanzar una voz de queja significaría tal vez que le vayan a cobrar todas las deudas pendientes, y eso le daba temor. Entonces, mejor era quedarse callada, aseguraba. Hasta su hijo Toñito dejaba allí las bolsas negras de desechos, desde la puerta de su casa las pateaba como si fueran una pelota de fútbol.

Vivía en el distrito un viejo llamado Jonás, a quien mucho de lo que hacía el municipio le parecía mal. Nunca envió una carta de queja al alcalde, quién seré yo para que me haga caso toda esa burocracia, decía. Cuando demolieron la vieja casona, hermoso testimonio de del fundo que antes se ubicaba aquí, nadie dijo nada.

Cuando cambiaron las bancas de madera por unos mamotretos de cemento, cuando sacaron las palmeras que demoraron treinta años en crecer esos quince metros de altura a cambio de más cemento y un poco de pasto, cuando convirtieron la tranquila calle en una ruidosa vía de doble sentido, nadie, pero nadie hizo nada. Un disgustado Jonás observa que la ciudad ya no es la misma, aunque las personas que la habitan siguen repitiendo la misma pasividad de antaño.

Herminia, Jonás y el Proyecto Educativo Nacional

Esa descomunal telaraña


Foto cortesía Quilla

Yo te voy a contar como era hace algunos años todo este lugar, dijo Carlos a su hermana Lucía, recién llegada de Estados Unidos después de años. Lo primero que desapareció en esta galería comercial, fueron aquellas inmensas marañas de cables que llevaban luz a todos los rincones del local en miles de direcciones. Era la anarquía total de alambres y plástico a punto de hacer cortocircuito. Esa descomunal telaraña en el techo, expresión del apuro y facilismo con que se hacían las cosas, se convirtió en el símbolo de la irresponsabilidad. Tenía que esfumarse a como dé lugar.

Como verás, también el tema de tener o no extintores no sólo quedaba en un mero recurso para darle la contra al municipio, que siempre los atosigaba con el rollo del pago de arbitrios y demás. Los comerciantes antes no estaban conscientes del peligro que corrían los compradores, y ellos mismos, ante cualquier siniestro.

Hoy, el índice de incendios y derrumbes ha descendido de manera notable. Carlos Paredes, dirigente del consorcio empresarial y economista sin título pues no pudo terminar la carrera, tenía ahora preocupaciones de otra naturaleza. Poco a poco, le contaba a Lucía, fue convenciendo al alcalde para realizar programas de educación ciudadana y de formación laboral. Los micro empresarios del distrito, principales beneficiados con esto, fueron tomando conciencia no sólo de la seguridad que todo local debe tener, sino también de la necesidad de admitir que los clientes ya no eran los mismos. Exigían cada vez más la mejor calidad de los productos, sobre todo cuando se trataba de prendas que fácilmente podían competir con las ropas importadas más baratas.

A Paredes le importaba mucho hacer que su empresariado, joven y emprendedor, pudiera tener las mismas posibilidades que los grandes inversores ante las licitaciones, por ejemplo. Y para ello no sólo contaban ahora con un personal más capacitado, sino con innovaciones interesantes en materia textil, que dotaban a sus productos de todos los requisitos de la demanda actual. Otra cosa importante de todo este esfuerzo, que ha costado años, es que la gente puede hacer sus compras con total tranquilidad, dijo a su hermana: la delincuencia se controló y puedo asegurarte que los jóvenes y niños de entonces, hoy tienen en este lugar su centro de trabajo, recibiendo día a día la motivación y la ilusión que no existía antes en sus pequeños rostros.

Carlos Paredes y el Proyecto Educativo Nacional